Andreina Flores

Vuelta a la patria: redescubrir Venezuela después de 6 años

“El 7 de septiembre es… es nuestro aniversario y no sabemos si besamos en la cara o en los labios…”

Así, como la canción de Mecano, el aniversario de mi partida de Venezuela es el 7 de septiembre. En este 2023 se cumplen 6 años de ese día que tomé el avión hacia París, sin estar segura realmente de si me quedaría o volvería a Caracas en pocos meses.

«Hemos iniciado el descenso hacia el aeropuerto de Maiquetía»- dice una voz nasal en julio de 2023, revolviéndome un montón de sentimientos en el estómago. ¿Realmente quería hacer este viaje…?  ¿Quiero regresar a Venezuela? ¿Corro riesgos al volver a pisar mi propio país?  No se me olvidan las amenazas ni los golpes chavistas. No se me olvida ese día de arresto en Fuerte Tiuna. Pero de alguna manera, siento que estos 6 años en Francia me han vuelto totalmente inofensiva para cualquier régimen. Me he concentrado en mi propia sobrevivencia… que ya de la dictadura se encargan otros.

 

La vuelta a la patria comienza con una espera de tres horas en la taquilla de inmigración, en una fila de 300 pasajeros cansados y con ganas de romper vidrios y lanzar maletas.
-“¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué esto no avanza?” pregunto con hambre, sueño y fastidio.
-“Tenemos un nuevo sistema de control de pasaportes y los funcionarios no han tenido tiempo de hacer el entrenamiento. No saben cómo se maneja” – responde un vigilante.


Bienvenidos a Venezuela, señores.

Gracias a Dios, del otro lado de la puerta me esperan flores y besos. Me recibe un abrazo inmenso que tiene 6 años cocinándose. Vuelvo a recordar que el cariño venezolano transforma cualquier cansancio en felicidad.


Ya en la calle, comienza la verdadera aventura. El primer shock es ver que, lo que antes era delito, ahora es moneda corriente. Cuando yo me fui, en 2017, usar dólares en Venezuela era un crimen. Perseguido y penado con cárcel. Todo el mundo participaba en un mercado negro donde la demanda siempre estaba en ebullición. Ahora es posible pagar en dólares en efectivo, tarjeta internacional o transferencias Zelle sin problema. De hecho, las combinaciones son infinitas: si la cuenta de un restaurante son 50 dólares, se puede pagar 20 en tarjeta, 20 en Zelle y 10 en cash, por ejemplo. También se combinan dólares con bolívares. O tarjeta internacional con Pago Móvil, la aplicación de transferencias en bolívares que todo el mundo está usando. Una cosa es segura: los pocos que tienen la decencia de darte algún vuelto, lo hacen en bolívares.

 ¡Y hay que exigirlo! Porque un producto que cuesta 17 dólares puede costar más si no se tiene el  monto exacto. Si entregas un billete de 20, difícilmente veas los 3 dólares sobrantes. Quizá te den el equivalente en moneda local… o un chocolate. Y cuidado con dar un billete sucio o viejo, porque te lo devuelven enseguida y con una mirada humillante.


¿Cómo logran organizar la contabilidad de un negocio con ese montón de formas de pago? No tengo ni idea.
¿Se ha desbloqueado la economía? Sí, el dinero circula y eso hace que las transacciones fluyan. ¿Venezuela se arregló? No.
Venezuela es ahora mismo uno de los países más caros del mundo. Sentarse a comer cuesta tanto o más caro que en París. Y no necesariamente mejor.

 

 

Yo, en mi infinita ingenuidad (como siempre), decidí esperar a aterrizar en Caracas para ir a la peluquería, convencida de que iba a ser mucho más económico. “Me ahorro unos reales con el cambio de latitud” dije en mi cabeza.

Nada más lejos de la verdad:

 

Tinte, corte, lavado y secado en La Bastilla, París: 110 dólares 


Tinte, corte, lavado y secado en el centro comercial Tolón, Caracas: 120 dólares.

 

Ouch. Aunque debo confesar  que la destreza y el cariño de las peluqueras venezolanas valen oro. Lograr el secado perfecto al son de “Mi amor, mi linda, ¿te sirvo cafecito?” no tiene precio. La verdad es que pasé la tarjeta contenta.

 

Así de desmesurados son también los precios de la ropa, las bebidas, los zapatos, los cosméticos, las medicinas, la comida, los electrodomésticos, los muebles y una larga lista.

Pero además, con la costumbre que tenemos los venezolanos de vivir en una inflación permanente, ese impulso de subir los precios a cada rato también se ve en dólares. El producto que hoy costaba 80 dólares, mañana puede costar 100, sin problemas. No hay reglas, no hay conciencia. Parece que la gente olvidó lo que cuesta ganarse 100 dólares en cualquier parte del mundo.

Lo vi con mis gestiones de hotel en Puerto Ordaz. Había hecho una reservación por un monto de 80 dólares por noche pero luego quise extenderla por dos noches más. ¿Respuesta? Sigilosamente, se me facturaron las dos noches adicionales a 100 dólares cada una.

 

“Es que las tarifas aumentaron”, fue la explicación.

“¿Aumentaron? ¿De ayer para hoy? Lo siento, eso se lo harás a un francés o a un gringo, pero a mí no. ” – respondí. 

«Puedo hablar con el gerente para que haga una excepción con usted…»

«Por favor…»

 

Aaaah, la viveza criolla. Mientras no la dejemos atrás, seguiremos siendo un pobre pueblo. “Bochinche”, decía Miranda. Y bochinche es lo que sobra: la aerolínea que suspende el vuelo sin tapujos, el funcionario que no te atiende aunque le falten 20 minutos para terminar su horario, el delivery tranquilazo que llega una hora tarde.  La desidia, el desorden, la falta de planificación, el “como vaya viniendo vamos viendo”. Eudomar Santos sigue haciendo estragos por estas calles.

 

Ante este malestar, me pregunto a mí misma si me he vuelto una de esas francesas comemierdas que se quejan de todo. Me doy cuenta de que, durante 6 años, me he quejado de que Francia no sea como Venezuela…  y ahora, me  molesta que Venezuela no sea como Francia. Me he convertido en la extranjera que no se encuentra bien en ningún lado. A lo Franco de Vita.

 

Regresan los viejos hastíos…  como la falta de agua. Desde hace seis años, cada vez que abro el grifo en París, ni siquiera lo pienso: el agua está siempre ahí. No hay que programar la ducha para una hora específica, no hay que salir corriendo a bajar las pocetas o a lavar los platos.

 

En cambio, en Venezuela, todo gira en torno a eso. En mi morada caraqueña, el agua llegaba una hora al día. De 5 a 6 de la mañana en semana, de 7 a 8  los sábados y domingos. La “hora loca”, la llaman ahora.

El ruido de los camiones cisternas llegando de madrugada no deja dormir a nadie y el chirrido de la bomba hidroneumática es un recordatorio constante de que este país sigue en el mismo hueco.

La mafia que nos gobierna podría haber hecho una sola cosa buena en todos estos años: mejorar el servicio de agua y electricidad. Pero… ¿quién tiene tiempo para ocuparse del país, cuando lo importante es seguir aferrado al poder?

 

Y sí, la electricidad es otro dolor de cabeza… en el interior, los cortes son de 4, 8, 12 horas. Pueden durar días. En Barquisimeto, luego de comerme un merecido pepito en la Avenida Lara, tuve la experiencia de dar una vuelta en carro. Me sorprendió que, lo que alguna vez fue una ciudad luminosa y bonita, es hoy una boca de lobo a plenas ocho de la noche. “¿Por qué todo está tan oscuro, casi negro?” – pregunté tontamente. “Porque no hay luz a esta hora. Los pocos puntos de luz que se ven, vienen de los negocios que tienen planta y dejan una lucecita prendida para no morir de angustia” – dice Franco, mi taxista. “Aquí ha habido muchos accidentes porque la gente no ve por donde va manejando… no hay semáforos, no hay alumbrado público. Y eso, sin hablar de la inseguridad… ”

Los edificios del este de Barquisimeto, que relucían con sus vidrios nuevos…  ya se fundieron en un paisaje gastado, con vetas marrones de filtraciones y fachadas escarapeladas. Mi ciudad se ha marchitado.

Me acordé de esos tiempos en los que yo misma me burlaba de los franceses por querer que todo se viera bonito, bien cuidado, adornado con pintura fresca y flores. Hoy no me burlo de nadie. Me quedo callada para siempre, en esta comparación absurda donde Venezuela sale deslucida y a Francia le sigue faltando alma.

Joder, ¿apenas en seis años puede uno identificarse con eso de “No soy de aquí ni soy de allá”?

Sin gasolina

Una de las situaciones que se ha agudizado en estos 6 años es la falta de gasolina. Cuesta entender cómo en un país petrolero se multiplican las colas para llenar el tanque. Cuesta creer que los venezolanos deban organizarse en función de la llegada del combustible para rodar por la ciudad o salir de viaje.


No sé si pueda ir a almorzar contigo porque tengo un viaje a Caracas… y a uno le toca salir con dos días de antelación para que la logística de la gasolina funcione…” – dice mi amigo Andrés.


En Venezuela hay dos tipos de gasolina: la de precio subsidiado y la de precio “internacional”.  La tarifa de la primera es absurdamente baja: 0.60 bolívares por litro, es decir, 0.024 dólares. Pero… el costo real es la serie de etapas, registros, colas e incomodidades que requiere.


¿Puede cualquier mortal ir a echar gasolina subsidiada a una estación de servicio? No. Básicamente porque no hay gasolina pa’ tanta gente. El gobierno venezolano asigna una cuota de 120 litros mensuales por carro registrado en la plataforma PATRIA (no podía llamarse de otra manera) y fija un calendario de surtido en función del número de cédula.
¿Eso quiere decir que si uno pone gasolina  a precio internacional, a 0,5 dólares el litro… no hace colas?

Te lo diré en perfecto venezolano: “Ponte a creer…”
Claro que hay que hacer cola. Y la razón es la misma: no solamente Venezuela no produce la cantidad de petróleo que debería, sino que tampoco lo refina. Después de 6 largos años, apenas en julio de 2023, por fin las cuatro refinerías de Venezuela – Amuay, Cardón, Puerto La Cruz y El Palito – han logrado trabajar al mismo tiempo. Los accidentes se han multiplicado durante todo este tiempo debido a la falta de mantenimiento y de personal  calificado: derrames de crudo, fuga de combustible, explosiones, incendios, cortes de electricidad y un largo etcétera.


Resultado: un conductor en Maracaibo, Puerto Ordaz, Maturín o Tucupita puede pasar ocho largas horas en una cola para intentar poner combustible. En Caracas la espera puede ser más corta… pero no es ni el asomo de lo que era antes: la facilidad de llegar a la bomba, poner gasolina en dos minutos y seguir el camino.

Los tesoros de uno

 

Al margen de los sinsabores… están los tesoros de la cultura de uno. Encender la radio y escuchar a Simón Díaz, Desorden Público, Karina, Sentimiento Muerto, Guaco, Yordano, Amigos Invisibles y tantos otros músicos venezolanos… es un flechazo directo al corazón. Es volver a sentirse en casa, con la emoción  de compartir ese gran baúl de recuerdos con millones de personas que son como yo. Ya no soy extranjera sino local. 

Soy caimán de este pozo y me encanta esta agua calentica. La música es mía y de los míos. El idioma no es el que se habla por allá lejos. Es el de siempre. Y no sólo me refiero al español. Hablo también del “chévere”, del “naguará”, del “qué bolas”, del “marica”, del “chao, pescao”. Es la vuelta a la patria con todas sus letras.

En ese baúl están también los sabores. Aunque los restaurantes venezolanos de París hacen un gran trabajo, la carne mechada sólo sabe a carne mechada en Venezuela. Será el agua no potable, será el ají dulce de la abuela o el clásico adobo La Comadre que no se consigue en ninguna otra parte del mundo. No lo sé.

Ha sido un privilegio desayunar arepitas todos los días, con queso fresco, – telita o guayanés- sintiendo que se deshace en la boca. En un instante, mis papilas borraron de su memoria los quesos madurados. Olvídate del Comté, del Gruyère, del Emmental, del Brie. Dame más queso telita, dame cachapa con queso e’ mano.

Dame tajadas, tequeños, café con leche, perico. Dame pollo de Arturo’s, pepito barquisimetano, tostones playeros, lau lau del Orinoco. Dame quesillo y Tres Leches. Pirulín y Toronto. Malta y jugo de parchita.

Y como summum de esta visita, dame el maravilloso asado negro caraqueño, en la última noche de mi estadía en Venezuela. Estíralo lo más que puedas para que ese gusto me acompañe durante el vuelo de regreso.

Definitivamente, el paladar tiene memoria… y si no me creen loca, les aseguro que a veces hasta llora.

La gran ausencia

Como bien dice mi amigo Luis Carlos Díaz, viajar no solamente es ir a un lugar físico, es también viajar HACIA LA GENTE. Y este vuelo a Venezuela estuvo lleno de reencuentros hermosos: los amigos de siempre, los colegas queridos, la familia necesaria. Abrazos que llenan de energía y le devuelven a uno la fe en la humanidad.

Sin embargo, este viaje también estuvo marcado por una gran ausencia: es la primera vez que piso Venezuela desde la muerte de mi papá. Y ese abrazo faltante sí que es duro. 

Volver al estado Monagas – su última casa en el país-  y saber que no estaría allí para vernos, fue una noción profundamente triste. Como lo fue no verlo entre los invitados a la boda de mi hermano, a la que habría asistido orgulloso y feliz. Habría dedicado una canción a la novia con su cuatro y, sin duda, habría bailado merengue y salsa con todas las mujeres del sarao.

Puedo decir con orgullo que en casi todo el viaje aguanté como las buenas. No quise ponerme triste ni mencionar mucho el hueco que tenía en el pecho… para no aguar la fiesta. Como dice mi tío Rubén: “ese duelo es de uno”.

Así que canté, bailé, celebré.

Pero yo en el fondo lo sabía. Sabía que, en algún instante, una chispa iba a abrir las compuertas de la tristeza. Y para ello, el destino escogió nada menos que un auditorio en Barquisimeto, lleno de 400 personas  que vinieron a escuchar mi conferencia sobre periodismo. Qué timing.
 La música tuvo la culpa de todo: dos miembros del tradicional grupo larense Carota, Ñema y Tajá comenzaron a tocar las canciones de siempre. Las que Papá nos ponía en cassette en el carro o nos tocaba él mismo con su inseparable cuatro.

Ay gavilán trabalengua

Ay gavilán tocuyano

Pío Alvarado y Canela

se dan la mano…”

 

 

Y ahí ya no hubo escapatoria. Con sólo imaginarme que Papá habría saltado a la tarima a cantar con ellos, empezó a faltarme el aire. Y mi nariz comenzó a gotear tristeza. Tres segundos después… no había fuerza que aguantara las lágrimas.

“Le habría encantado estar aquí…” le dije a Luis Hernández, uno de los músicos del grupo, sin poder creer todavía – un año y medio después de la muerte de Papá- que esa ausencia será definitiva.
Venezuela no es lo mismo sin él.

Este viaje de vuelta a la patria, seis años después, está lleno de sentimientos encontrados. Me envuelve el lazo irrompible de haber nacido en esta tierra y, al mismo tiempo, la tristeza y la rabia de seguir viendo cómo se deteriora.

Me enerva el desorden pero suspiro con el “mi amor, mi cielo” que  cualquiera puede dedicarte en la calle. 

Me molesta la impuntualidad y la desidia, pero celebro la flexibilidad, la risa. Me molesta la trampa y la corrupción, pero amo el chiste fácil, la palabra amable, el abrazo amplio. A veces pienso que no quiero volver nunca más a suelo venezolano y al mismo tiempo, veo fotos de Morrocoy pensando en un próximo viaje.

Sin duda, sigo siendo caimán de este pozo.

 

Andreina Flores

O via Zelle con mi correo:  andreinafloresperiodista@gmail.com

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