Creo que mi carro se manejó solito por la montaña hasta llegar a mi viejo colegio, quizás para mostrarme que algunas cosas se mantienen intactas en el tiempo y el corazón.
En la puerta, una monjita vestida de blanco me recibe con una sonrisa llena de curiosidad y, para mi propia sorpresa, el saludo me salió tan natural como hace 30 años:
“Viva Jesús, sor…”
“Viva María, buenos días” me respondió la hermanita.
Sólo eso bastó para verme a mí misma nuevamente con falda plisada y medias hasta la rodilla, cantando el himno nacional y orando en grupo.
La gruta del jardín, el patio donde jugábamos pelota y donde nos peleamos varias veces… La capilla donde íbamos a misa todos los miércoles sigue oliendo al mismo perfume de madera, las escaleras donde presenté mi obra de títeres siguen aplaudiendo el éxito de ese día y los bancos donde esperaba que mi mamá viniera a buscarme ya no son de color naranja sino azules.
Pregunté por mi favorita, Sor María Eugenia, y alguien respondió que había llegado a ser directora del colegio. ¿Y quién sino ella podía serlo?
Mentalmente, me puse a hacer una lista de mis compañeras y me di cuenta de que recuerdo sus caras pero no todos sus nombres. También volvieron las excursiones, las obras de teatro y aquella vez que las hermanas nos llevaron a la piscina… qué época tan sencilla, tan bonita.
En medio del pasillo, me pregunté internamente si me había convertido en la mujer que me imaginaba que sería… y creo que, de alguna forma, sí.
Pienso que, en su inocencia y con las ganas de vivir que tenía, la niña de medias blancas se habría sentido orgullosa…
Si pudiera hablarle, le diría que se mantenga fiel a sí misma, que ahí está la verdadera tranquilidad. Nada de perderse en los deseos de alguien más ni comprometer su felicidad en medias tintas. Le anunciaría que la pasión de su vida – la comunicación, la escritura, la palabra – llegará muy pronto y de manera enorme, clarísima, como una catedral. “No te preocupes por nada, que todo lo demás vendrá solo. Lo único que tienes que hacer es tu mejor esfuerzo…” – le diría mientras nos comemos un paquete completo de galletas Reinitas. “Vas a hablar por la radio y aparecerás en la tele” – le anunciaría mientras brincamos las dos de emoción.
Le juraría por todas las estrellas que es físicamente hermosa, porque no lo tiene muy claro. Tiene dudas y a veces se siente fea. Le pediría que, en un futuro, no se enoje tanto consigo misma, que hay que saber perdonarse. Algunas cosas no me las creería: que dentro de 10 años le van a gustar las berenjenas que hoy detesta y que un día va a decidir por cuenta propia que ya no tomará más refrescos. Le diré que usará tacones propios (no los de mamá) y que manejar su primer carro será increíble.
“Hazle caso a tus padres, pero no demasiado, porque llegará el momento en que tendrás que encontrar tu propia ruta. No pierdas el tiempo. Hoy crees que tienes muchísimo pero, créeme, en un parpadeo habrán pasado 40 años. No lo desperdicies.”
Definitivamente, me callaré algunas cosas: que le romperán el corazón varias veces y que tendrá también fracasos profesionales que serán un tormento. Que habrá períodos de falta de plata. De angustia, de llanto. Me callaré todo eso porque prefiero que aprenda esos golpes en el momento justo. Ahora es demasiado pronto.
También me callaría la muerte de Papá, porque esa tristeza es demasiado grande para una personita tan chiquita. En realidad, también es demasiado grande para la adulta que soy ahora.
Creo que dejaría lo mejor para el final: “Habrá que esperar algunos años, pero alguien se enamorará de ti y te pedirá que te cases con él… y le dirás que sí, llevando un vestido precioso en París.”
Creo que le tomaría la mano y la acompañaría a casa, asegurándole que todo va a estar bien.
“¿Estarás ahí? – me pregunta como quien no quiere perder a quien le cuenta cosas del futuro.
-“No faltaré ni un solo día. Estaré en las buenas y en las malas. Sal a conocer el mundo, canta, trabaja duro y sobre todo… disfruta el viaje, princesa.”
Andreina
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