“Y va a caer, y va a caer… ¡este gobierno va a caer!”. Así se escucharon los gritos de las protestas venezolanas durante cuatro meses, en el año 2017.
Se contaron casi 140 muertos, centenas de heridos y todo un país perturbado por balas y autoritarismo. Era rudo y había que apretarse los pantalones.
Mi cotidianidad era vestirme con chaleco anti-balas y casco de kevlar para salir a buscar noticias por toda Caracas con Gilbert, mi motorizado. Tragando gas lacrimógeno y haciéndole frente a la Guardia Nacional y a los grupos violentos del chavismo.
Un día, de tantos que vivimos en esa realidad caliente y agotadora, Gilbert me avisa que tiene un problema con su hijo y que no puede venir a trabajar.
Yo… me quedo un poco huérfana y sin transporte. Casi discapacitada. Y ahí llega la recomendación de uno de mis mejores amigos y colegas:
“Andre, yo creo que tú deberías comprarte una moto. Y manejarla tú, sin depender de nadie”.
Después de algunos segundos de imaginarme a mí misma montada en la moto, ajustando la velocidad con los puños y arrancando en plena autopista, le dije: “Querido, siento que si me compro una moto, me va a crecer un pito”.
Y es que esa moto habría sido el summum de una masculinidad que yo había adoptado desde hacía años para poder sobrevivir a toda la mierda que estábamos atravesando.
En esos segundos, recordé que no me había puesto una falda en meses, que lo único que cocinaba –en el microondas- era el café de la mañana y que estaba muy orgullosa de poder subir las escaleras de mi edificio con el botellón de agua en el lomo, como toda una buena macha.
Recordé también que una gran amiga mía, María Angélica, me decía: “Es que usted le da miedo a los hombres, comadre. Si alguno se le acerca, usted se envalentona y grita a todo pulmón: “¡Seguridad! ¡Sácame a este huevón del perímetro!”.
La verdad sea dicha: mi feminidad estaba enterrada bajo la dureza venezolana. Podía asomarse de vez en cuando con una pintura de labios o un toque de rímel, pero ciertamente le faltaba encanto.
Al llegar a París en septiembre de 2017, el panorama me pegó duro en los ojos: las chicas a mi alrededor usaban vestido, sandalias, sombrero. ¡Sombrero!
Algunas iban en moto también. Pero con un aire maravilloso de Penélope Glamour que me fascinó al instante. Bellas todas.
Yo empecé a entender que debía relajarme. Que ya no hacía falta esquivar a los grupos chavistas, que antes corrían a golpearme con un palo. Que el Servicio Bolivariano de Inteligencia y sus esbirros no iban a venir a buscarme. Que podía ponerme una falda y sentirme hermosa. Que al fin podía tener la calma necesaria para aprender a hacer un quesillo, el legendario postre de la abuela. Y que podía volver a ser dulce para no dar miedo a los hombres, como decía mi amiga.
Y poco a poco, los símbolos de la feminidad volvieron tímidamente a encontrar su espacio en mi cuerpo. Que me perdonen las feministas de pañuelo verde y axilas peludas pero es increíble lo que hace un vestido lindo por el espíritu. No se equivoquen: sigo siendo la misma profesional aguerrida capaz de llevar un chaleco antibalas y enfrentarme a golpes con la Guardia Nacional, sólo que hoy le he puesto un color más suave al alma… y se siente bien.
Sin duda, acariciar un grado más arriba de la escala de la feminidad ha sido un elemento clave en el encuentro con Fred, mi futuro esposo. Una puerta abierta a la atracción simple, donde una mujer se siente coqueta y un hombre recibe con placer el mensaje. El milagro sucedió, después de todo.
Reaprender la feminidad en estos cuatros años ha sido un proceso lento… pero bonito. Ha sido como dejarse caer en la grama de un parque al lado del Louvre, tomar aire y decirme a mí misma: “Ya no tienes que ser tan fuerte. Ya no tienes que ser tan macha…”