Andreina Flores

El asalto al congreso: déjà vu para los venezolanos

Por Andreina Flores

Una turba que rompe los vidrios del Congreso norteamericano,  que roba objetos históricos con una risa delincuente, un hombre que alardea al subir los pies en el escritorio de Nancy Pelosi o un carapintada que desafía a las fuerzas del orden con sus enormes cuernos.

Vaya espectáculo. En el mundo entero causa un rictus de repulsión. Desde Francia hasta Nueva Zelanda, los hechos han recibido una condena unánime.

Pero en el corazón político de los venezolanos estas imágenes traen también un sentimiento adicional: el recuerdo. Venezuela no puede evitar reconocer su propia historia en lo que sucedió este miércoles en Washington.

El 5 de julio de 2017, las turbas afectas al chavismo y a Nicolás Maduro violentaron los portales de la Asamblea Nacional venezolana, controlada en ese momento por la oposición. En su irrupción,  al igual que los rojos de Trump, los rojos de Chávez rompieron ventanas, puertas y cámaras de televisión. Golpearon periodistas y fueron capaces de herir a seis diputados, entre ellos Armando Armas – cuyas imágenes llenas de sangre le dieron la vuelta al mundo – y Américo de Grazia, que terminó con tres costillas fracturadas y una herida de nueve centímetros en la cabeza.

El odio y la actitud jactanciosa de quienes destrozaron el hemiciclo venezolano en 2017 es el mismo cóctel de emociones que vimos en la cara los trumpistas este miércoles en el Congreso estadounidense. Sobrados, como dirían en mi pueblo.

Para el  mundo fue motivo de estupefacción e incredulidad, para los venezolanos… un simple déjà vu. Y es que nuevamente, las similitudes entre Chávez y Trump vuelven a golpearnos los ojos. Ayer quedó claro que se parecen igualito.

Así como Trump se negó a reconocer su derrota y ha vociferado que nunca concederá la victoria a Joe Biden, así recuerdo yo el día en que Chávez recibió un fuerte rechazo electoral luego de plantear una reforma a la constitución venezolana en 2007. “Es una victoria de mierda” fue la flamante frase democrática que espetó el mandatario en ese entonces.

Pero además, están todas las estratagemas que el chavismo ha aplicado en Venezuela y que se asoman en los intentos – afortunadamente infructíferos – de Trump de aferrarse al poder. El nombramiento de amigos fieles a la cabeza del Tribunal Supremo de Justicia, el manejo oscuro del Consejo Nacional Electoral y sus procedimientos, la inhabilitación política de candidatos opositores con altas posibilidades de ganar y muy especialmente, la persecución penal contra las caras más visibles de la disidencia. No hay que olvidar que en Venezuela se cuentan ya 370 presos políticos.

Esto, sin mencionar los berrinches, las agresiones a la prensa y la hiper-comunicación por todos los flancos  en donde el “Yo” visceral comanda sin freno.

Anoche en la televisión francesa, una analista franco-estadounidense decía sin tapujos que “el ataque al Congreso podría esperarse en una república bananera pero no en Estados Unidos”. Horas más tarde, el expresidente Bush hacía una reflexión similar. Confieso que, más allá del desagrado que me produce el tono racista de una expresión como “república bananera”, la señora tenía razón.

Y justamente, lo que salva hoy a Estados Unidos del “bananerismo” es su solemne apego a las instituciones. Eso que llaman “vergüenza política”.  Es la declaración del vice-presidente Pence, rompiendo lazos con Trump al negarse a torcer la realidad de su derrota. Es un Mitch McConnell, líder republicano del Senado, advirtiendo a su jefe que no va a desautorizar a los colegios electorales porque eso “dañaría a la república para siempre”. Son los bedeles del Congreso limpiando el desastre de los invasores fanáticos de Trump para que los legisladores pudieran continuar su sesión y certificar al presidente electo. Son los 1.100 miembros de la Guardia Nacional desplegados en los alrededores del Congreso para proteger su investidura, no para hacerle el juego a un presidente enfermo de poder.

Un contraste importante con el bananero jefe militar de la Guardia Nacional venezolana, Bladimir Lugo, encargado de la seguridad de la Asamblea Nacional en 2017, quien fue cómplice y facilitador de las agresiones a los diputados.  En lugar de ser destituido ipso-facto, recibió la medalla de honor al mérito de las mismísimas manos de Nicolás Maduro, por haber gritado y empujado al presidente del Parlamento, Julio Borges.  Un contraste también con los aplausos de Diosdado Cabello, considerado el número dos del chavismo y jefe de la bancada oficialista de la asamblea, quien sonreía orgulloso de que sus militantes hicieran correr sangre en el palacio legislativo.

 

Esto no es un tema de ideologías políticas ni de tendencias de izquierda o de derecha porque está claro que los dos extremos se tocan. Gorra roja y boina roja son lo mismo. Esto es un tema de decencia cívica. Y ahí es donde Venezuela y Estados Unidos se desencuentran.

El manual chavista parece haber servido de hoja de ruta para el comportamiento egoísta y malcriado de Donald Trump, pero las instituciones norteamericanas mostraron ayer  que los altos responsables del orden y la democracia saben decir que NO a tiempo. Algo que no ha ocurrido en Venezuela desde hace más de veinte años y que sigue manteniendo a la dictadura bananera intacta.

Les confieso que estaré verde de envidia frente al televisor cuando Joe Biden se juramente como nuevo presidente. No porque me guste Biden sino porque me gusta la alternancia, el juego limpio, el cambio, la solemnidad y el respeto al orden nacional.

Estaré verde de envidia… de ver la democracia de lejos.

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