No hay escapatoria posible contra esas ideas que se le incrustan a uno en el cerebro y no dejan de hacer ruido hasta que se vuelven realidad.
Así me pasó a mí con Cuba.
Desde el año 2009, se me metió en la cabeza esa extraña necesidad de tomar un avión a La Habana a conocer por mí misma cómo funcionaban las cosas. Yo quería forjarme mi propia opinión sobre “el mar de la felicidad”; quería ir a Cuba a verla de cerca, a respirarla, a tocarla con mis manos y decir – sin influencias ajenas – si me gustaba o no.
Finalmente aterricé en Cuba en abril de 2013. Yo sola.
Y apenas pisé su suelo, me gané el título de “yuma”, la palabra de calle para definir a los extranjeros. Esa soy yo: una chica que pudiera tener rasgos cubanos pero que usa ropa diferente y habla con un acento menos tropical. La que carga la cámara colgada al cuello y se fija en todo.
En este viaje me quité el chaleco de periodista, me puse los zapatos de goma y me dediqué a caminar, a ver, a escuchar. Nada de lo que cuento aquí pretende enarbolar la bandera de la rigurosidad periodística. Al contrario, me habría gustado ser una espectadora pasiva y no sentir este ardor de contar historias. Ser una holandesa de esas que se maravillan por caminar en la Habana Vieja y admiran que los carros de los años 50 – los llamado “almendrones” – todavía rueden por sus calles. O una noruega que se pasea en short y dice “Oh! Beautiful buildings!” sin advertir que son casas viejas que se están derrumbando con familias completas adentro.
En honor a la verdad, durante esa semana no fui ni turista ni periodista. Fui una mujer corriente que desperdició sus días libres en recorrer un sitio que terminó siendo un potente depresivo.
Una ciudad derruida, como si la segunda guerra mundial le hubiese pasado por encima sin enterarse nunca de que existió un Plan Marshall. Una población mayormente conformista, que miente todo el tiempo, que busca sacarle algún peso convertible a los turistas para resolver esas necesidades básicas que aún en Venezuela, en ese momento, asumíamos como medianamente cubiertas.
Ya en ese viaje venía un adelanto de lo que sería mi país en cuestión de meses: nunca había visto yo a un mendigo pidiendo un jabón en la calle. ¿Un jabón?
Sí, un champú, un paquete de toallas sanitarias o un desodorante resultaban verdaderos tesoros en esa locura económica donde la moneda extranjera es la que manda. Un dólar es el sol.
Como dice el cantante cubano Frank Delgado: “Lo bueno de Cuba siempre algo verde te cuesta”.
Pero cuidado, la miseria tiene sus contrastes… si vas un poquito más allá y te sientas en un “paladar” (viejas casas convertidas en restaurantes) la cuenta te puede salir más cara que en Nueva York.
Nunca había visto yo la prostitución tan de cerca y tan abundante. Cierto que las jineteras siempre han sido parte de la leyenda cubana que todos hemos oído pero – en mi ingenua cabecita – pensaba que había que ir a buscarlas. No hace falta. Están allí, en la esquina de mi hotel, en la calle de enfrente, en el malecón, en la rampa. Donde quieras. Yo misma habría podido pasar una noche intensa con un cubano por diez dólares. O con dos por veinte. Ni hablar de la prostitución infantil… que no describo aquí porque el asco todavía me quema la garganta.
Un país donde el internet es un lujo carísimo y de muy mala calidad. Donde la gente sólo ve los medios del estado y tiene pocas voces independientes para informarse, si es que se atreve a buscar información alternativa.
Porque, más allá de todas esas carencias, la huella que realmente me queda impresa en la piel es que Cuba es el país del miedo. Miedo a hablar, a quejarse, a levantar la voz y decir que las cosas no funcionan. Miedo a gritar que la libreta de racionamiento no alcanza, que el sabor de la carne de res ya se les olvidó porque no la pueden pagar. Miedo a decir que un poquito de leche en el café estaría bien pero que sólo se consigue en pesos convertibles, en dólares.
Miedo a decir que Fidel se equivocó, que esa revolución fue un absoluto fraude que sólo le ha traído miseria y represión a sus ciudadanos. Y no los culpo. Gritar “¡Abajo Fidel!” puede valer la cárcel por el cargo de atentado a la autoridad. Y ese es sólo uno entre muchos otros “delitos”.
Yo también regresé con miedo. Y con tristeza.
Tristeza de ver cómo un país se deja aplastar por una dictadura que lo ha dejado en ruinas, tal como quizás hemos hecho nosotros. Tristeza de pensar que si los cubanos han vivido esto desde 1959, los venezolanos podríamos tener aún algunas décadas de chavismo por delante. Dios no lo permita.
En Cuba me decían: “Luchen ustedes en Venezuela como nosotros no lo hicimos. Porque el cubano no enfrenta esta crisis… se va del país.”
Una premonición, sin duda.
La “yuma” que fui en Cuba ve hoy el fin de la era de los Castro por televisión desde Francia. Vaya ironía del destino.
No soy muy optimista sobre este cambio. Me pregunto qué ventajas traerá realmente para el pueblo cubano que el dirigente no tenga apellido Castro sino Díaz Canel.
El concepto de “apertura económica” suena todavía muy irreal. Tengo que verlo.
Sin embargo, como una lucecita de posible cambio, recuerdo la frase que me dije a mí misma al montarme en el avión hacia La Habana en abril de 2013: “Este viaje es necesario. Hay que ver cómo es Cuba antes de que se llene de McDonald’s”.
Amén.
Andreina Flores
IG: @andreinaperiodista
TW: @andreina
bonjour Andreina,
creo en el futuro y espero por Venezuela, pero depende en gran parte del voto de los Colombianos, puede el ejemplo (negativo) de Cuba favorecer el voto democratico ? tu cronica aporta luz sobre la dura vida de los Cubanos.